Hace falta una estrategia frente a la pobreza sin populismo, ni demagogia

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Es un sujeto de discusión clave para resolver la actual crisis que envuelve a la democracia occidental desde su interior y no como amenaza ideológica externa de algún complot capitalista, marxista, fascista o surgimiento de bandas criminales globalizadas. Los complots, los foros de la antidemocracia, de la anti política sean de derecha o de izquierda, el crimen globalizado son los resultados de una masiva y profunda desigualdad entre la gente cuyas demandas no han sido atendidas por la democracia en términos de creación de capacidades para su realización entre iguales desde si misma.

En los círculos intelectuales aparece con relativa claridad que estamos frente a una crisis existencial de la “democracia”, pues hay una separación entre las aspiraciones de los excluidos y las propuestas convencionales, hasta ahora no se ha ofrecido algo diferente y mejor a la opción populista-iliberal, cuyo contagio como cultura llena los espacios de los partidos y su liderazgo sin distingos de nada, está presente hasta en las organizaciones políticas de los más avanzados países del mundo, como lo valida el último proceso electoral en EE. UU. El signo más visible de esa nueva manera de hacer política se asienta en la destrucción moral del otro, sembrando desconfianza hacia las instituciones con base en argumentos simplistas aparentemente consistentes sin presentación de pruebas concluyentes. Es lo que los nuevos constructos “posverdad” y “posfactualidad” permiten explicar, que se eluden planteando que eso ha existido toda la vida y que la inercia del conocimiento superado prevalece apelando a las «pulsiones» básicas de la gente.

En países frágiles no hay promesa más seductora que ofrecer a quien vive en penuria que las dádivas: “te voy a regalar una casa, también la comida, la educación de tus hijos, tu salud”. Si se le pregunta a la gente: ¿Eso soluciona tu problema?, la respuesta en nuestras palabras es: “no, pero resuelve, hay una posibilidad, así sea improbable de que el premio de esa lotería me toque”, hay algo de verdad en la recordada declaración de la ministra Jacqueline Faría: “Así que vamos a disfrutar de esta cola sabrosa para el vivir viviendo ( https://bit.ly/3foi9mI )”. Hay verdades amargas sobre el cómo los pobres son vistos como mercancía, como ignorantes incapaces de pensar, la siguiente frase es lapidaria como la del exministro Giordani: “Esta revolución se propone hacer un cambio cultural en el país, cambiarle a la gente la forma de pensar y de vivir, y esos cambios sólo se pueden hacer desde el poder. Así que lo primero es mantenerse en el poder para hacer el cambio. El piso político nos lo da la gente pobre: ellos son los que votan por nosotros, por eso el discurso de la defensa de los pobres. ( https://bit.ly/3j6iFYS )”. Otra célebre declaración: “Rodríguez: no es que vamos a sacar a la gente de la pobreza para llevarlas a la clase media y que pretendan ser escuálidos ( https://bit.ly/2OfmFIa )”.

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Hace falta una estrategia frente a la pobreza sin populismo, ni demagogia. Hay mucha gente que comparte mensajes reforzadores del populismo, hace unos días en un foro, un comunicador social me recriminó: “su discurso académico está bien para el público de esta sala de reuniones, pero vaya y échele el cuento a un “pela bolas” en una cola, le dirá cómo “y cómo se come esa vaina”. Ciertamente tiene razón, no existe un relato atractivo que incline el pensamiento del excluido, hacia la lucha por su dignidad en términos de empoderamiento.

En Venezuela no es usual para el pobre y tampoco en sus comunidades, tener la motivación necesaria para la movilización a partir de la fortaleza espiritual, política, social o económica en la lucha por los cambios positivos de su condición existencial. Desconfían de sus propias capacidades para resolver su situación. Es un reto encontrar ese relato más allá del lenguaje soez del demagogo que cautiva porque se presenta a si mismo como un pobre de origen. Al populista no le conviene que los pobres salgan de su miseria, tomen conciencia de que pueden valerse por sí mismos y recuperen su dignidad, sin ponerle el precio de la mendicidad que cambia votos por obsequios y limosnas.

En nuestro país se dice a menudo “hay que hablar el mismo idioma del pobre”, y se asume que hacerlo es utilizar una “jerga carcelaria”, esta aproximación es falsa y más bien es un signo de la incapacidad para comunicarse con el excluido que de un problema del lenguaje en sí. Hay en nuestro medio mucha pereza intelectual, pues se confunden categorías del pensamiento como cultura popular, cultura de masas y cultura lumpen, como si fueran una misma cosa, peor se asume que comunicarse con un pobre, pasa por asumir un comportamiento a medio camino entre “la cultura de masas” y “la cultura lumpen”, y estas no son precisamente las que identifican a un excluido, eso le ofende y le caricaturiza.

Los valores, los modales, no son meros accidentes de la vida buena. Cuando ellos prevalecen como práctica del comportamiento humano lo banal tiene poco lugar para la perversión de lo contrahecho. Es una falacia la creencia de que el lenguaje sórdido, la maledicencia y el insulto son símbolos de cercanía con la pobreza y de identidad con el oprimido, todo lo contrario, refuerzan la descomposición social. El comportamiento espejo de constructos fundados en la vindicta y en el resentimiento forman parte del arsenal iliberal-populista para sacar provecho de la otra cara de la miseria: la pobreza del espíritu. No se es solidario e identificado con el pobre quien hace uso de esas prácticas, a la inversa, se es un extractor de renta moral quien la disfruta con la profusión de la miseria.

Hace falta un mensaje y una comunicación con los excluidos, en su manera de comprender las cosas a partir de su sufrimiento, en términos de la resolución de sus retos existenciales, pero es necesario también trabajar para que los indignados descubran las fuentes de sus males. Mientras el excluido no se convenza de que solo el empoderamiento le realiza como ser, seguirá siendo fácil presa de quienes extraen rentas de su ignorancia, de los compradores de votos, cuyo éxito depende de la existencia de un pobre que cree que su única esperanza es la promesa del demagogo.

Lo mejor está por venir si comprendemos que el origen del saber y de la humanidad comenzó con un poema y con una nota musical, antes de la escritura el conocimiento fue posible gracias a las rimas y los compases. Cuánto tiempo se dilapida en las redes sociales, cuánta confusión entre la comicidad y el humor, entre lo erótico y la pornografía, entre la burla y la alegría, entre apego y sentimiento. Comportarse como pobre, cultivar la pobreza del espíritu, en modo alguno es solidaridad con su condición, es lo contrario, se le revuelca en la miseria y se le humilla en su condición.

Un auténtico apóstol de la lucha contra la pobreza debería prepararse para poder comunicarse con los excluidos, con base en el rescate de la confianza, del auto fortalecimiento, del control, del poder propio, de la decisión propia, de una vida digna de acuerdo con sus verdaderos valores, de la capacidad para luchar por sus derechos. Es la genuina expansión de la libertad de escoger y de actuar. Significa aumentar la autoridad y el poder del individuo sobre los recursos y las decisiones que afectan a su vida. No por la enajenación de su humanidad a cambio de promesas cargadas de demagogia y mucho menos por medio de la burla de su condición con el uso de una jerga de hampones y vistiendo como un andrajoso cuando no se es.

 

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