Fragilidad deliberativa de los factores democráticos en Venezuela (I parte)

Esperando algo peor para mejorar

En la cotidianidad venezolana pareciera que a mayor penuria y sufrimiento la gente deseara aumentar pasivamente esas condiciones. Es como elegir comer peor porque se ha perdido la esperanza de hacerlo dignamente, de modo que se impide por cualquier iniciativa movilizadora en búsqueda de la paz y el sosiego. El “populismo iliberal” se ha arraigado como cultura de lo contrahecho, algo así como si para sanar una uña encarnada, decidimos destrozar al sufrido dedo con una mandarria y de paso descargamos todas las culpas sobre el infortunado paciente en lugar de escuchar su congoja y sanar su mal.

No hay peor amenaza que la originada por quien que se lee muy bien un libro, el que le gusta, y olvida que hay otros que dicen verdades así no le agraden. De modo que, en lugar de reclamar y exigir la paz al repartidor de atrocidades, intolerancias y ruina, se le quiere dar su propia medicina.

No se debe perder la esperanza de que en algún momento la fuerza, energía y convicciones de una narrativa auténticamente democrática sea tan grande que vayamos a las mesas de votación y que a pesar de todos los recursos que posea el régimen de nada le sirvan para convencerse que es mejor la democracia que perpetuarse en el poder entre escombros, violencia y ruina moral de un país. Ese momento tendrá su oportunidad cuando la madurez cívica asuma para sí que la sensatez es mejor que cualquier opción fundada en la destrucción del otro.

Es difícil lidiar desde la razón cuando la cultura de la inmediatez, de la banalización y de los impulsos se impone como comportamiento en el individuo. La idea de que la “verdad” puede ser recreada como realidad desde cada uno, que la verdad experimental de la ciencia no lo es y que la verdad deliberativa dialógica de la política carece de sentido, alimenta en la gente un individualismo que la conduce a las fronteras de la barbarie.

Nada en el universo escapa al mecanismo auto regulador “natural” de un algo que no juega con los dados y en sociedad a las reglas consensuadas que permitan convivir en paz con el otro desde la política.

La saturación intensa de información, el uso extenso e intencional de falacias, mentiras y provocaciones, privilegia a la fuerza sobre la sensatez. Todo lo que alimenta la desconfianza hacia todo y entre todos propaga y perpetúa el populismo “iliberal” de la gobernanza autoritaria. Ha sido un error en nuestro país plantearse el tema de la devastación socioeconómica y moral en términos del advenimiento o consolidación de modelos con fundamentos ideológicos.

Se observa, tanto en países con fortaleza institucional como en aquellos con debilidad institucional, la propagación de la crisis de la democracia como pérdida de la confianza en las élites y del necesario lenguaje con sus criterios para la dilucidación de los acuerdos y desacuerdos. La confianza y la deliberación democrática son precondiciones para llevar una existencia en paz con el otro renunciando a la idea de convencerle de algo y para alguna finalidad fuera de la suya.

El mal que erosiona la democracia se recrea desde su interior, muy poco tiene que ver con la rivalidad ideológica de izquierda o de derecha ni con movimientos conspirativos. Es una patología que como cultura se arraiga desde el individuo, pervierte a los movimientos políticos y da lugar a alianzas circunstanciales para la perpetuación en el poder de grupos cuya supervivencia pasa por la recreación del desorden y la distorsión de la realidad que con poco desgaste asegura su permanencia como gobierno, son anti frágiles.

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